miércoles, 14 de octubre de 2015

I - La Mina

Abajo en la bodega, entre las barricas del vino, jugando a las cartas, se regocijan los mineros. Rojas mujeres cruzan el salón con bandejas de abundante comida y cerveza, suspendidas graciosamente sobre sus blancos brazos desnudos. El olor a carne y vino es denso y corre de aquí para allá como las olas en el océano. Por las ventanas, decoradas con vitrales alegóricos a paisajes místicos y mártires sacrificados sobre yunques al rojo vivo, se proyecta la luz metálica de los postes de afuera. En el interior de la bodega el calor es agradable y en el aire ondean los primitivos tonos del acordeón que un hombre gris toca en una esquina.

El mayor y más robusto de los mineros, empuñando un jarrón de grog, y con la brillante barba lubricada de manteca, se alzó sobre los demás en expresión solemne, las mejillas encendidas de entusiasmo, los ojos como diamantes, y comenzó:

- Hemos cavado por cientos de años, hundidos en la penumbra, aislados. No sabemos nada de lo que ha sido el mundo más allá de nuestras cavernas. Tenemos los rostros endurecidos por las huellas de ancestrales cicatrices. Y la gente de las poblaciones cercanas ha llegado a tenernos miedo a causa de nuestros bárbaros y legendarios brazos. Pero la persistencia de nuestra labor en este mundo nos vuelve inmortales... ¡Brindemos por los sempiternos frutos de las entrañas de la tierra, por el oscuro diálogo mantenido día y noche con las luciérnagas!

Todos tomaron en grandes tragos festivos, mientras las rojas mujeres bailaban como serpientes con olor a almizcle y caramelo.




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