jueves, 16 de junio de 2016

Canino (Danilo III)

Creo haber hablado antes de alucinaciones. En las notas mencioné destellos de luz, que ahora también a mí me persiguen como Erinias.Hace pocos días me tocó regresar de Guarenas a altas horas de la noche y confieso que en el trayecto que concierne al incidente de Danilo mis párpados buscaban cerrarse, o mis pupilas, fijas en la carretera probremente iluminada, insomnes y febriles, se afanaban en perder el mínimo enfoque, oscureciendo todo a mi alrededor. A mi cerebro no parecía importarle que me extinguiera, mi instinto de preservación se fue volando con el frío por la ventana abierta del chevette. Pero no era miedo lo que sentía, sino algo inenarrable. Me imaginaba dentro de aquella lunática situación en la que mi tío, ya desencajado, corrió buscando refugio entre los árboles. Y volví a escuchar su voz, quebrada por la ansiedad, que repetía:

- Tuve que escaparme, tuve que hacerlo. Ahí donde estaba no tenía esperanzas de sobrevivir, sino más bien se me estaba acabando el tiempo. El fuego, lo vi, agarró vehemencia. Quería atajarme a como diera lugar con sus llamas, abrazarme... Pero yo me le escapé, y todavía hoy no sé cómo. Lo primero que sentí fue la necesidad de correr con lo que me restaba de fuerzas, alejarme, desaparecerme. Pero mi cuerpo era incapaz de reaccionar tan rápido, estaba pasmado en el sitio y con las piernas flojas. Tratando de saltar la defensa me fracturé una costilla... Terminé en el suelo, entre las ramas, privado de oxígeno.

¿Habré cerrado los ojos? El taxista conducía con la cabeza inclinada, como si durmiera -o como si estuviera muerto. Su brazo reposaba inestable sobre el volante. Fumaba un cigarrillo. Hace rato había dicho algo, un comentario necio sobre la situación política, mientras salíamos de los edificios en Guarenas. Su comportamiento en ese momento me pareció el de alguien que está despierto, despabilado. Sin embargo ahora...

- Como hadas, siguió Danilo. Pequeñas esferas de luz incandescente, huevos de dragón, ovnis, futuros seres o almas cautivas agitándose en el éter frente a mí, que me hundía en el dolor como atravesado por una lanza.

Parece que estuviera soñando, no hemos pasado ni siquiera el distribuidor de Nueva Casarapa. La autopista luce desierta. Me pregunto qué habrá sentido en realidad mi tío al saberse malherido a orillas de la autopista, medio prendido, literalmente, y como a las tres de la mañana. No importa en cual estado mental trate de posicionarme: el horror, la incomprensión, el delirio, la resignación de la muerte, ninguno me explica la actuación -la inmediata perspicacia- de Danilo. Seguro fue un chispazo del instinto de preservación, ese que creía perdido. Se apretó fuerte con las dos manos el costado herido (cerca del hígado) y tomó impulso dos, tres veces, balanceando su propio peso casi muerto, hasta que rodó entre las piedras por el barranco y llegó a orillas de un poste. Sangraba. La costilla rota le había desgarrado la piel y un peñasco le rajó la mitad de la frente.

- Ya sentía que se formaba un charco. Eso es bueno, pensé ingenuamente, porque aun sienten los nervios de tu espalda. No es definitivo, no te vas a morir aquí. Las luces te lo dijeron, te lo repiten ahora.

Por casualidad, y por lo avanzado de la noche, no pasó ningún carro en cuarenta y siete minutos. Solamente caminaban por ahí algunos perros callejeros hurgando entre las bolsas de basura.

miércoles, 25 de mayo de 2016

El Esqueleto

Ayer le di una poción al esqueleto. Una alta concentración de ajo machacado en aceite, con una o dos espigas de cierto trigo dulce que nace por ahí, y que según dicen, en tal proporción y preparada con cierta mística, es favorable al metabolismo del hígado. Como es natural, los esqueletos no poseen este órgano. Pero al aplicarse esta poción sobre el tuétano la criatura se hace a la idea de tener un hígado. Encarna, materializa, moldea en la oquedad de su armazón algo como un clavisimbalum. 

Fue solo gracias a esa fuerza, a ese poder, que logró atravezar el acueducto abandonado, a la una y media o dos de la mañana, por haber perdido la llave. En esa entrada secreta el esqueleo es capaz de amañarse, identificando cada grillete, cada espada. Reconociendo los aposentos. De allí en adelante, hacia el oeste, se desbarrancan las escaleras de las antiguas minas.

Luciérnagas, rinocerontes, minotauros de cemento. El esqueleto asciende la espiral que amarra la montaña. Venenosa espiga de reseco escarabajo, que queda adherida al tejido desgarrado y traspasa la osamenta. El aceite de ajo lo alimenta como a un robot. Nutre el hígado imaginario, optimizando su funcionamiento.  

Esqueleto intuía que sobre la superficie otra ocasión se celebraba. La pieza incoherente, prorrumpiendo en estertóreos de motor, lo distrajo. Y supo que allí había descubierto algo. Olvidó seguidamente y caminó inquebrantable como calzado con cascos de caballo sobre calles empedradas, y diminutas, fugaces, ciudadelas medievales: era el enclenque lecho del río, y las latas oxidadas en un rincón conformando islotes de cementerios lunares. Vista de noche, en ese estado, debió ser aterradora.

No temo por el esqueleto, de ningún modo. Logró su objetivo puntual de ese momento. Obtuvo la experiencia de la aventura, invaluable. Segrega bilis. Su cuerpo ya filtra las toxinas. Es un sujeto independiente ahora.  

viernes, 27 de noviembre de 2015

Danilo (II) - El Colmillo

Considero indispensable retomar la historia del accidente de Danilo. Sobre todo porque durante estos últimos días he experimentado algo de aquella misma intranquilidad. Me refiero a los mismos destellos de luz (aparte de los producidos por el fuego que lo circundaba) que Danilo supuestamente vió alrededor de sus ojos aquella madrugada a orillas de la carretera. Creo en su historia porque, mientras me la contaba, no sé si en sueños o en un lejano recuerdo de desquiciado, no pude apartarme de augurios terribles que es mejor no precipitarme a narrar ahora.

Estábamos tomándonos un café en la panadería "La Maison", cerca de la cota mil. Eran como las cinco o seis de la tarde de un sábado. Llovía. Los sombríos peregrinos del frío y la humedad bajaron murmurando cosas secretas entre los negros árboles de la montaña.

Cuando supe que había algo -continuó Danilo- , me puse como nervioso. Algo me pesaba en los hombros, como si de pronto me encontrara en un ambiente totalmente desconocido para mí, quiero decir, como en otro planeta. Tenía que dejar el carro ahí, buscar ayuda inmediatamente... El fuego, que al principio me había parecido inmenso y como una pared descomunal que me rodeaba, resultó ser apenas una delgada llamita que no tardó en apagarse. Pero un pensamiento ajeno y perturbador se apoderó de mí. Aléjate de la autopista -me decía. Por nada en este mundo te muevas de ahí. Le di muchas vueltas a esa intuición para rebatirla. A pesar de eso terminó por convencerme. Los carros pasaban a altísimas velocidades, silbando como si fueran naves espaciales. Los camiones rugían monstruosos. Nadie se detendría a auxiliarme...

Entonces volví hacia el caprice. Vi el caucho reventado y me extrañó que hubiera quedado así, despedazado como si lo hubiera masticado un tigre. Examiné otra vez la carretera y me percaté del montículo que estaba atravesado a pocos metros. Me acerqué con un nudo en el estómago... Cuando estuve en frente no supe qué era. Sólo veía una mancha grumosa y espumante. No soporté el hedor y me incorporé asqueado.


Era el cadáver destripado de un perro.


Entré en una especie de alteración mental involuntaria producida por el asco y la repulsión, detallé con claridad de ensueño -esa que sólo se presiente- al monstruoso colmillo del animal, sobresaliendo del lamentable amasijo de carne que era su cabeza. 



sábado, 24 de octubre de 2015

(Los mensajes de) Hermes Tritón

En un tugurio del pueblo de baruta, más o menos a las diez de la noche, permanece absolutamente solo en una esquina un hombre taciturno y de piel marrón, aferrado a una botella musitando incomprensiones. En el bolsillo trasero de su pantalón lleva enrollada una gaceta hípica y un bolígrafo kilométrico azul. Alrededor de esa esquina se apretujan algunos borrachos en contra de las otras mesas y el mostrador. El primitivo y maloliente alborozo del final de la tarde casi está extinto ahora, con charcos de barro y cerveza entre las sillas, infinidad de chapas a lo largo del piso configurando laberintos entretenidos para las cucarachas. Muchos pies tambaleantes y escupitajos. La música ha disminuido su estridencia hasta convertirse en un murmullo agitado y caluroso.

Los portugueses detrás del mostrador se disponen a cerrar; pasan el sucio y sempiterno trapito encima de la barra una y otra vez, hasta cebar la superficie con una inmaculada capa de color pardo.

El hombre de la esquina parece estar medio borracho, pero
por completo ensimismado en algún tormentoso pensamiento. Sus ojos amarillentos destilan consternación. Sostiene con ambas manos la botella y le da vueltas en sus dedos febriles, como buscando algo que sin embargo sabe irremediablemente perdido. Hasta hace minutos estuvo escribiendo sin parar en los márgenes de la gaceta: frases, números, formulas químicas y alquímicas -me refiero a símbolos y anotaciones astrales, nombres de hierbas, jarabes, incomprensibles cadenas de carbono, divagaciones, recetas, números y fórmulas-. Y durante la tarde estuvo también en eso en en metrobus. Lleva días escuchando algo, en las noticias. Presiente que puede descifrarlo.

Las últimas horas han sido insufribles. Su mente está agotada del solo intento de mantener un cauce de pensamientos. Por eso ha estado escribiendo en los márgenes de la gaceta.

Ciertas fórmulas -se ha dicho. Pero también garabatos de todas las especies, de tal manera que quien abre ese cuaderno se consigue con lo que parecen ser las anotaciones de un poseso.

Tiempo después este hombre desaparecería, y en nosotros quedarían los registros de su obsesión. Al salir de aquella cueva se encontraría de pronto en una esquina gris de Baruta. El estruendo repentino del camión de la basura no alcanza a sobresaltarlo, se hunde el ruido en un pozo de silencio que nace en la boca de su estómago. Siente náuseas, pero se incorpora reagrupando fuerzas. Debe llegar a salvo -como que recuerda. ¿Adónde?

Tambaleante, se escurre detrás de un poste, hacia un callejón, como una lagartija en un planeta desconocido.

miércoles, 14 de octubre de 2015

I - La Mina

Abajo en la bodega, entre las barricas del vino, jugando a las cartas, se regocijan los mineros. Rojas mujeres cruzan el salón con bandejas de abundante comida y cerveza, suspendidas graciosamente sobre sus blancos brazos desnudos. El olor a carne y vino es denso y corre de aquí para allá como las olas en el océano. Por las ventanas, decoradas con vitrales alegóricos a paisajes místicos y mártires sacrificados sobre yunques al rojo vivo, se proyecta la luz metálica de los postes de afuera. En el interior de la bodega el calor es agradable y en el aire ondean los primitivos tonos del acordeón que un hombre gris toca en una esquina.

El mayor y más robusto de los mineros, empuñando un jarrón de grog, y con la brillante barba lubricada de manteca, se alzó sobre los demás en expresión solemne, las mejillas encendidas de entusiasmo, los ojos como diamantes, y comenzó:

- Hemos cavado por cientos de años, hundidos en la penumbra, aislados. No sabemos nada de lo que ha sido el mundo más allá de nuestras cavernas. Tenemos los rostros endurecidos por las huellas de ancestrales cicatrices. Y la gente de las poblaciones cercanas ha llegado a tenernos miedo a causa de nuestros bárbaros y legendarios brazos. Pero la persistencia de nuestra labor en este mundo nos vuelve inmortales... ¡Brindemos por los sempiternos frutos de las entrañas de la tierra, por el oscuro diálogo mantenido día y noche con las luciérnagas!

Todos tomaron en grandes tragos festivos, mientras las rojas mujeres bailaban como serpientes con olor a almizcle y caramelo.




martes, 13 de octubre de 2015

Danilo

En base a lo que encontré escrito en el cuaderno comienzo a  transcribir aquí mis comentarios acerca de lo que mi tío Danilo vio -o dice que vio- en una autopista de Guarenas a las tres de la mañana. 

Venía solo en el Caprice, después de haber hecho un viaje hasta el aeropuerto. Llevaba las ventanas apenas abiertas lo suficiente para no asfixiarse con la mezcla del humo de su cigarro y el del carburador que se filtraba irremediablemente por los viejos y empolvados ductos del aire acondicionado... Cuando enfilaba hacia una de las apretadas salidas, cuyo curso se sumergía en las tinieblas amenazado por las ramas resecas de los árboles, un montículo en medio del asfalto lo hizo frenar repentinamente. Alterado como ya de por sí venía, este último acontecimiento acabó por aterrorizarlo hasta la médula. Sin embargo sus reflejos, aun no del todo embotados por la carterita de brandy que llevaba en reserva bajo el asiento, y de la que de vez en cuando tomaba un poco, pudieron accionar con justa precisión y fuerza el volante, permitiendo a Danilo esquivar la mayor parte del montículo atravesado en la vía.

Por desgracia, apenas hubo lanzado el carro a su derecha escuchó, después de un chirrido espeluznante de metales, la funesta explosión de un caucho. La calle se iluminó por un momento con relámpagos amarillos por los chispazos de la carrocería que se arrastraba hacia la orilla. Una de aquellas diminutas lanzas de fuego cayó muy cerca de la yerma paja y esta comenzó a arder en el instante, aunque no de manera voraz. Por la autopista rugió un camión a más de cien kilómetros por hora.

Danilo no terminaba de batuquearse de un lado a otro, pegando la frente una y otra vez del parabrisas, sin soltar del todo el volante. Su contextura larguirucha y de grotesca articulación permitió que no sufriese heridas demasiado graves. Una vez que el Caprice se hubo detenido, diagonal a la orilla, humeante, el malogrado Danilo pudo salir.

Parecía un insecto palo carbonizado. El cabello grasiento en jirones adheridos sobre su cabeza, como algas negras del pantano. Trastabillando se incorporó, buscando el equilibrio. Miró hacia el montículo en mitad de la carretera. Escombros. O quizá algún animal muerto. El frío punzante de la madrugada desciende de la autopista en ocasionales ráfagas, dos o tres carros pasan a gran velocidad. El incendio no abarca todavía ni medio metro, pero está tan cerca del caprice que en cualquier momento, y en el peor de los casos, por supuesto, puede hacerlo estallar.  

En tal situación se ve Danilo absolutamente aturdido. Su única reacción fue apresurarse a orillas de la autopista, a pedir auxilio.

Todo esto lo escribe él mismo en su cuaderno. Y continúa, se extiende en numerosísimos detalles que de ser expuestos aquí confundirían al lector al punto de, quizá, enajenarlo y perturbarlo. Lo más apropiado es detenerse aquí, y dejar que otras cosas sucedan antes de continuar. En alguna parte, con diminuta y nerviosa letra, hay escrito lo siguiente: "Durante esa noche, cerca y lejos de allí, pululaban espíritus, como los que desde hace un par de días andan sueltos a orillas de las quebradas."

sábado, 10 de octubre de 2015

Intro

He decidido abrir este camino ahora, provisionalmente, para darle paso a ciertos contenidos que acumulé durante años. Investigaciones, para ser precisos -aunque nada aquí logre jamás ser preciso- sobre geografías que han sido turbias desde el comienzo y cuyos ríos y pasadizos nunca han sido alumbrados por la lámpara de ningún explorador. 

Muchos de los documentos que en esta dilatada galería se publicarán pertenecen a épocas pretéritas que no conviene anotar aquí en este momento. Más que testimonios, son mitos. Imágenes infundidas por la tierra, lenguaje de la tierra que en milagrosas orillas se manifiesta, acompañado por el trino y el desgaste de las piedras: su transformación hacia ulteriores runas.  

Los libros, cartas, diarios y bitácoras de mis ancestros, recuperados por el ímpetu reclamo de nuestra sangre, reposan desparramados en mi escritorio, velados de polvo en los estantes, germinando hongos y refugiando arañas.

Ha tocado a mi tormentosa vida que los reciba y los descifre, para gloria de los ángeles que guardan estos mundos y los cubren de relámpagos terribles. Así quedará honrada y manifiesta la casta de lunáticos que alguna vez habitó el más lúgubre de los maizales.

Al eventual, amabilísimo lector, puede que lo distraigan. Peligrosamente, me refiero. Puesto que no deseo a nadie mi condición de alucinado. Y menos aun las consecuencias de lo que sería creer y proyectar. Ángeles digo, magia y demonios.

Con ellos todos encadenados sobre mis hombros gobierno la nave ciega de la tempestad, persiguiendo fantasmas, hacia la noche eterna.