Ayer le di una poción al esqueleto. Una alta concentración de ajo machacado en aceite, con una o dos espigas de cierto trigo dulce que nace por ahí, y que según dicen, en tal proporción y preparada con cierta mística, es favorable al metabolismo del hígado. Como es natural, los esqueletos no poseen este órgano. Pero al aplicarse esta poción sobre el tuétano la criatura se hace a la idea de tener un hígado. Encarna, materializa, moldea en la oquedad de su armazón algo como un clavisimbalum.
Fue solo gracias a esa fuerza, a ese poder, que logró atravezar el acueducto abandonado, a la una y media o dos de la mañana, por haber perdido la llave. En esa entrada secreta el esqueleo es capaz de amañarse, identificando cada grillete, cada espada. Reconociendo los aposentos. De allí en adelante, hacia el oeste, se desbarrancan las escaleras de las antiguas minas.
Luciérnagas, rinocerontes, minotauros de cemento. El esqueleto asciende la espiral que amarra la montaña. Venenosa espiga de reseco escarabajo, que queda adherida al tejido desgarrado y traspasa la osamenta. El aceite de ajo lo alimenta como a un robot. Nutre el hígado imaginario, optimizando su funcionamiento.
Esqueleto intuía que sobre la superficie otra ocasión se celebraba. La pieza incoherente, prorrumpiendo en estertóreos de motor, lo distrajo. Y supo que allí había descubierto algo. Olvidó seguidamente y caminó inquebrantable como calzado con cascos de caballo sobre calles empedradas, y diminutas, fugaces, ciudadelas medievales: era el enclenque lecho del río, y las latas oxidadas en un rincón conformando islotes de cementerios lunares. Vista de noche, en ese estado, debió ser aterradora.
No temo por el esqueleto, de ningún modo. Logró su objetivo puntual de ese momento. Obtuvo la experiencia de la aventura, invaluable. Segrega bilis. Su cuerpo ya filtra las toxinas. Es un sujeto independiente ahora.